Cuando la tarde, que había sido en un principio calurosa, comenzó a ceder lugar a un lento viento que acariciaba la cara, le daba al cuerpo liviandad y gusto e infundía ganas de jugar a algo, Fernando, que ya estaba preparado, esperando desde hacía un par de horas con la mirada fija en la ventana, el cuerpo echado en el suelo y un deseo irrefrenable de correr, de reírse, de hacer algo, se levantó empapado de sigilo (toda la casa era un silencio puro, el mundo entero era una larga siesta), caminando con la atenta precaución de no hacer ruido, de no despertar en vano a sus hermanos, y salió de la habitación sintiéndose Héroe. Lo pensó así, de ese modo: "Soy un Héroe".
La alfombra verde y gruesa del pasillo le daba más libertad a sus pisadas: cubría el piso del pasillo por completo, era absolutamente silenciosa, uno podía saltar encima de ella y sin embargo no filtraba ruidos: se los comía, los iba devorando; Fernando había pensado muchas veces que era una suerte de criatura inmóvil, una especie de extenso reptil verde, un reptil chato, que mediante un proceso imprecisable se ocupaba de ahogar cada sonido, el eco de cada paso que se posaba en ella.
En ocasiones Fernando tenía miedo (no es nada inteligente caminar sobre el lomo de un gran reptil dormido), pero no hoy. Hoy no sentía temor ante la idea de que el reptil se alzara, comenzara a moverse, a ahogarlo lentamente y devorarlo así como ahogaba y devoraba ruidos. Hoy el deseo de hacer alguna cosa era más grande que el temor ante la vieja alfombra verde. Hoy, en fin, toda la casa era distinta y esa notable distinción era el producto de la presencia de alguien, de Lucía.
Lucía dormía en alguna de las habitaciones. Lucía estaba dentro de la casa y eso a Fernando lo obligaba a ser más osado, más lindo que de costumbre, diferente.
Por eso sus hazañas (el hecho natural y cotidiano de atravesar el pasillo en horas de la siesta), cobraban hoy, en especial, la magnitud de un juego diferente. La osadía de cruzar el pasillo, abrir la última puerta y recorrer el parque, no era, no podía ser, durante el día de hoy, ninguna tontería; hoy su intención no era violar la regla consabida de: "Dormí la siesta. No salgas al parque solo mientras tu padre y yo dormimos", no; hoy las superoídas palabras de su madre no eran nada, ni una pizquita de arena, ni un breve grano de arroz, ni una mosca ni la caca de una mosca dentro de la amplia extensión de su conciencia. Porque hoy Lucía estaba dentro de la casa. Lucía dormía en alguna de las habitaciones. Hoy la sola presencia de Lucía lo transformaba en Héroe, en un Gran Hombre. Y Fernando no sabía de ningún Héroe que, ante la perspectiva de vivir una aventura, se hubiera echado atrás por temor a las palabras de una madre. No, eso era definitivamente absurdo.
"Gracias a Dios Lucía no lee los pensamientos" se decía Fernando mientras pensaba esto.
"¿Qué clase de Héroe podría pensar que soy si sabe que me asustan los retos de mi mamá?"
Aunque Fernando, respecto de la valentía de los Héroes, durante el día de ayer había aprendido algo. Lucía tenía un hermano. Es decir, en realidad tenía dos hermanos pero el que preocupaba a Fernando era uno en especial, Jorge, el más grande. Jorge era un muchachón alto y fornido, gordo, con la cabeza enorme y enrulada y una nariz porcina, diminuta. No pocas veces se había preguntado Fernando cómo era posible que ese gran monstruo despreciable hubiera salido del mismo vientre del que salió Lucía. Porque Lucía... Pero no. Aún no es hora de hablar de ella. Baste decir, por el momento, que se trataba de una muchacha leve, linda, y que acaso era excesivamente pálida. Muy bien. Ayer, por la mañana, Lucía, Jorge y él (Fernando) habían salido al parque para jugar a algo; entraron al quincho, en el que había un televisor que encendieron, observaron un minuto, como tres simios curiosos que observaran, desde la honda espesura de la selva, el paso brillante y suave de un avión, allá, en lo alto, y, aburridos al fin, abandonaron esas imágenes virtuales porque los tres querían hacer cosas, querían correr, cansarse, jugar, querían jugar.
En el fondo del jardín había un ciruelo. Fernando, mientras salían del quincho, propuso que treparan al ciruelo y comieran las frutas ya maduras (Fernando era un experto trepador de árboles, le gustaba la idea de pensarse trepando a las ramas altas para alcanzar un fruto que, él lo advertía, la mirada brillante de Lucía reflejaba con ávida delicia). Pero Jorge, de inmediato, se opuso al ofrecimiento de Fernando.
-¿Cuál es la gracia de treparse a un árbol? -alegó para expresar su negativa.
-Es lindo -dijo Lucía-. A mí me gusta la idea.
Jorge miró a su hermana de manera turbia y Fernando intervino oportunamente diciendo:
-Votemos.
Esa palabra la había escuchado de su padre. Hacía unos pocos meses, éste llegó a la casa con un perrito lanudo, diminuto, que lo único que hacía era temblar y mirar todo cuanto lo rodeaba con unos ojos grandes y marrones en los que había pánico y tristeza.
-¿De dónde lo sacaste? -preguntó la madre de Fernando.
-Lo encontré -fue la seca respuesta.
-Ese animal no se queda en esta casa -replicó la madre.
-Sí se queda.
-No, no se queda -se obstinó tercamente la madre frunciendo el ceño de un modo que a Fernando no le gustaba nada. Él, el chico, había permanecido, desde que el padre entrara a la habitación con el perro babeándole el pulóver, inmóvil, emocionado, atento, observando esa escena extraordinaria con un placer curioso, porque era un placer un tanto ambiguo que comprendía ilusión, respeto y miedo. Hasta que el padre lo sacó de su ostracismo, lo arrebató de su inmovilidad diciéndole:
-Vení, Fer.
Fernando sabía que su padre sabía que él (Fernando) quería absolutamente que el perro se quedase. Por eso sonrió al acercarse a él, al pequeño perro lanudo y a su madre, y al escuchar esa palabra breve que sonaba precisa y tan preciosa en los húmedos labios de su padre:
-Votemos.
En aquella tripartita votación ganó naturalmente la propuesta de que el perro se quedara en casa, comenzando, de ese modo, a formar parte sustancial de la familia. Hoy, cinco meses después, el perro se llamaba Calicanto (el nombre fue una ocurrencia del tío Esteban, joven barbudo y poeta -hermano de la madre de Fernando- que siempre estaba diciendo cosas raras aunque fatal e infaliblemente cómicas), estaba gordo y grande y recorría el parque eternamente en busca de los sitios asombrados, esos vagos rincones en los que el sol no estaba o estaba adormecido, levemente.
Ahora Fernando, al recordar la llegada de Lanudo (el perro se llamaba Calicanto, sí, pero Fernando le decía "Lanudo") y al escuchar esa palabra mágica que, al menos en la boca de su padre, había sonado tan maravillosa, Votemos, sumido en un exceso de coraje, la repitió:
-Votemos -dijo-, votemos, votemos todos para decidir.
(Ese "todos" sonaba importantísimo, aunque se refiriera solamente a Lucía, a Jorge y a sí mismo.)
Se estipuló que la votación debía hacerse de la siguiente manera: Fernando diría: Los que quieren trepar al ciruelo, que levanten la mano. Y así se hizo. Fernando dijo:
-Los que quieren trepar al ciruelo, que levanten la mano -y tanto él como Lucía (aunque ella, es verdad, lo hizo bastante más tímidamente) elevaron los brazos hacia el cielo.
Evidentemente, habían ganado. Pero Fernando, por pura fórmula (porque si había algo que Fernando respetaba sobre todo eran las cláusulas y las consignas transitorias que creaba él mismo al momento de jugar), solamente para cumplir esa segunda fase del sufragio, dijo:
-Y ahora, que levanten la mano los que no quieren trepar al ciruelo.
Sobrevino a continuación un silencio sepulcral. Un silencio dentro del cual Lucía miraba a su hermano de reojo y Fernando tuvo el coraje suficiente para mirarlo de frente, desafiándolo.
-Lo repito -dijo Fernando, aunque no pudo evitar que un leve temblor de miedo traicionase el sonido de su voz-. Ahora, levanten la mano los que no quieren trepar al ciruelo.
Lucía miró a su hermano y dijo:
-Levantá la mano, bobo.
-Para qué, si ya perdí.
-No importa -terció Fernando-. Es parte del asunto.
Esa frase la había robado de tío Esteban. Éste siempre que discutía con su hermana o su cuñado acerca de cualquier tema y se quedaba evidentemente sin argumentos ante las réplicas siempre más racionales y más lógicas que daban los otros dos, decía, sencillamente:
"Hago esto así porque es parte del asunto."
O si, en mitad de una conversación aparentemente rumbosa y sin complicaciones (aunque, es cierto, era bastante improbable que cualquier conversación con el tío Esteban, por pequeña que fuera, resultara rumbosa y sin complicaciones), si en mitad de una conversación, de pronto Esteban levantaba las manos, con las palmas abiertas hacia el frente, como si hiciera fuerzas para empujar una puerta pesada e invisible, y decía: "Silencio, por favor. Silencio" y luego, deslizando, por así decirlo, las palabras por las caras alertas y curiosas del resto de la familia, pronunciaba:
"Buena vejez, amiga de los sueños
y de los pensamientos consumidos"
y si su hermana, enojadísima con él por haber quebrantado aquello que en un principio parecía una conversación serena y sin sorpresas, lo criticaba diciendo:
"Pero Esteban, ¿qué tiene que ver eso -al decir eso, así, de modo despectivo, se refería obviamente a los dos endecasílabos- con lo que estábamos hablando?"
Esteban replicaba, complacido:
"Pero Estela, ¿no te das cuenta de que es parte del asunto?"
Y no tenía sentido, para su hermana Estela, el seguir discutiendo acerca de si ese par de versos infiltrados en una buena charla veraniega eran o no, realmente, parte del asunto. Porque ella bien sabía que su hermano pensaba prácticamente de ese modo, en endecasílabos (curioso modo de pensar, es cierto, fruto de una educación autodidacta en la que el siglo de oro español, el modernismo latinoamericano y algún que otro par de poetas sueltos habían dejado su indeleble huella y acaso malformado la idea que Esteban tenía de la poesía y por lo tanto de la existencia misma). Al riente y barbudo Esteban, acaso a su pesar, los versos endecasílabos le brotaban, como una plaga oscura e infinita, dentro del campo denso de su mente, se dilataban, huían, se perdían. Por lo tanto cuando él aseveraba que un par de versos aparentemente incongruentes floreciendo en medio de la conversación eran si duda parte del asunto (pese a que ni su hermana, ni su cuñado ni el propio Fernando sabían nunca a qué se refería él con esa frase), había, por piedad o por respeto, que creerle. Pobre Esteban, decía siempre su hermana, cuando aquél no estaba en casa o no la oía, pobre Esteban.
Ahora Fernando, con las piernas ligeramente trémulas bajo los blancos pantalones cortos, pensaba en todas las veces en las que Esteban, el tío Esteban, había hecho uso de aquella frasecita, es parte del asunto, esto es sin duda parte del asunto, y había salido finalmente airoso, como alguien que, en una reunión, en el momento preciso, pronuncia las palabras precisas que hacen que todos en torno a él se rían y piensen:
"Qué tipo ocurrente éste; cómo me gustaría ser así!"
Y, decidido a parecerse a su tío por lo menos en ese detalle nimio, repitió, con un énfasis que tal vez era excesivo:
-Votá, Jorge. Votá. Tenés que votar porque es parte del asunto.
Lo que no pudo prever Fernando es que hay personas a las que las ocurrencias ingeniosas no les gustan, al contrario, las molestan y las enfurecen. No lo pudo prever, es cierto, pero en cuanto terminó de hablar lo vio en seguida. Lo vio, sí, lo vio en la cara enrojecida de Jorge, en sus pupilas brillantes que destilaban odio. Y a continuación no pudo ver ya ninguna cosa, excepto la furiosa mano subrepticia que, de pronto, se le encajó redondamente y sin pedir permiso en el arco superciliar izquierdo, y en seguida otra mano (aunque a ésta sí que no la vio de ningún modo, sólo pudo sentirla) que le dio un golpe rotundo y doloroso en la base del pómulo derecho.
Fernando cayó por tierra, desmayado, y Jorge, por su parte, echó a correr directamente hacia la casa mientras su hermana lo insultaba con vehemencia.
"Lo odio", pensó Lucía en ese instante, cuando aquél no estuvo más al alcance de su vista, "odio a mi hermano con toda la fuerza de mi alma".
Y ocurrió algo curioso: de repente, sobre su cabeza, escuchó el silbo fatigado y triste de lo que parecía una calandria. Alzó los ojos, olvidando a Fernando por completo, y vio el pequeño cuerpo gris del ave posado en el extremo de una rama. Vio cómo el breve animal movía la cola, la cerraba, la abría, volvía a cerrarla, y cuando el sol que se filtraba entre las hojas de pronto encontró el centro de sus ojos, Lucía, sonriendo, parpadeó. Bajo de ese ciruelo, en esa imagen, en el silbo vital de la calandria, la niña (que, a decir verdad, hacía tiempo había dejado de ser niña) creyó encontrar la verdadera esencia, el pulso, el corazón secreto del verano. Algo, que no era solamente la calandria, estaba latiendo ahí, precisamente sobre su cabeza, en el ciruelo, en medio de la tarde, y lo peor y a la vez lo más hermoso era, aparentemente, que se trataba de algo impronunciable, algo que no se asía con palabras, sí, pero, ¿qué era?
En ese instante Fernando abrió los ojos y el azar, si es que el azar fue el causante de que los abriera, no podría haber elegido otro momento que fuera más veraz y más propicio que aquel momento en el que la muchacha (o la niña, Lucía) tenía alzada la vista, la cabeza, prácticamente el cuerpo entero hacia el ciruelo, seducida por el silbar de la calandria y como si ella misma fuera un ave dispuesta a alzar el vuelo, no con prisa, pero sí con emoción.
"Lucía" pensó Fernando al verla y ese solo pensamiento le alcanzó para quitar de encima de su alma el peso que, al pegarle, Jorge le había dejado.
Lucía.
El universo estaba en ese nombre.
El universo entero estaba allí, latiendo, en la presencia inmóvil de Lucía. Así como para ella algo latía (¿el universo?) sobre su cabeza, para Fernando el cuerpo de Lucía constituía la razón de ser del mundo, la verdadera esencia, el pulso, el corazón secreto de la tarde.
Había una capa de piedras en el suelo y el muchacho, al incorporarse, las movió. Lucía, alertada por el ruido, bajó los ojos inmediatamente.
-Fer -dijo, y él pudo ver en la cara de ella un miedo raro.
-Qué pasa.
-Tenés sangre.
Fernando se llevó instintivamente dos dedos al pómulo; la mejilla estaba húmeda e hinchada. Los dedos quedaron sucios y rojizos.
-No importa -contestó alegre, y no mentía: ¿podía sinceramente tener más importancia para él ese poco de sangre en su mejilla que aquel otro prodigio que acababa de advertir: que Lucía, su manera de ser, sus ojos, su cuerpo púber y su cara pálida, contenían, de un modo inexplicable, el sentido esencial del universo?-. Esperá -dijo sonriendo, y corrió (aunque lo hizo sin prisa y torpemente, porque estaba aún mareado por los golpes) hasta el costado de la tapia trasera, al pie de la cual había una canilla. Se llenó de agua las manos y se empapó la cara, el líquido remanente que caía era un líquido cárdeno que tiñó en un momento de morado el piso de piedras grises sobre el que se alzaba la canilla. Se llenó de agua las manos nuevamente, se lavó y ahora sí el piso comenzó a aclararse. Repitió la operación al menos una decena de veces (hacía calor, bastante) y se empapó la nuca, el pelo, el cuello. Luego, poniéndose de pie, sacudió la cabeza de aquí allá como hacía Lanudo cada vez que terminaban de bañarlo (Lanudo odiaba el agua, "Es un perro holgazán por elección y sucio por naturaleza", solía decir el tío Esteban).
"Ahora sí", pensó, inspirando el aire húmedo de enero e imaginando ese aire pensativo llenándole de a poco los pulmones, "ahora sí puedo decir: me siento bien".
Y, de hecho, lo dijo. Dijo:
-Me siento bien, bien, bien.
Y la felicidad que experimentó al decirlo no se igualaba, pensó, a ninguna otra felicidad que conociera. Excepto, claro, a la felicidad que había sentido al descubrir el cuerpo de Lucía contemplando la copa del ciruelo. La calandria. Aunque, desde luego, él no sabía que ella observaba una calandria. Pero su goce (el goce que vivía ella al contemplar el ave) constituía una causa suficiente como para que también él gozara al verla, al ver a Lucía de pie con los ojos rutilantes y fijos en la altura, conteniendo en su extática emoción, como se ha dicho, el secreto vital del universo.
"Ciertamente estoy pensando cosas raras", pensó Fernando rascándose una oreja.
Comenzar a caminar cuando es verano, cuando uno tiene alrededor de trece años, ha sufrido un desmayo pasajero y se ha empapado el pelo, la remera; caminar por un parque no muy grande en el fondo del cual se alza un ciruelo; caminar observando a una muchacha que hace poco ha dejado de ser niña y que hoy viste un short celeste, una remera clara, medias de toalla blancas, cortas, y zapatillas tenis; avanzar seducido por el ansia y el errático sino de la tarde, puede llegar a ser, sin duda alguna, la experiencia más preciosa de la tierra.
Fernando, por lo menos, sintió eso cuando estaba caminando hacia Lucía. Existió un momentáneo parpadeo (un parpadeo de ella) que quizás alteró por un instante aquella dulce sensación idílica. Pero no; en realidad esa manera de mirarlo (con los ojos marrones muy abiertos), el pueril parpadear de la muchacha, su inecisión, sus labios, su verguenza, no hicieron más que acrecentar el goce, la sensación de que eso era verdad: ella, Lucía, la delicada, mínima Lucía, estaba, en efecto, inmóvil, esperándolo bajo del ciruelo, y con ninguna sensación onírica, con ninguna ilusión ultraterrena, con ningún pensamiento pasajero de novelesca y ávida hermosura podía ser mancillada esa evidencia: el sueño se había hecho realidad, esa ilusión era de carne y hueso, la novela vivía, respiraba y era inherente, humanamente bella: Lucía estaba ahí, en efecto, inmóvil, esperándolo bajo del ciruelo, y la sangre que teñía sus mejillas, sus labios indecisos, su mirada, todo era parte del placer supremo que Fernando gozaba al ser consciente de que aquella muchacha era verdad: no era un engaño, ni ilusión, ni sueño.
-Te empapaste -dijo Lucía en un susurro audible apenas, cuando Fernando se detuvo frente a ella.
-Sí, me empapé.
Lucía alzó una mano un tanto trémula y rozó con cuidado el hematoma que había en la base del pómulo de él, en la parte derecha de la cara. Instintivamente, Fernando echó la cabeza para atrás.
-¿Te duele? -preguntó ella.
-No. -Lo dijo rápidamente. Y volvió a decirlo, para que no hubiera dudas-: No. -Y de inmediato comprendió algo: el que debía ser valiente era él, ahora; debía alzar una mano (así lo hizo), tomar con esta mano la de ella (la tomó) y acercar esa mano un tanto trémula no solamente al pómulo golpeado, sino también a la nariz, los labios... Eran los dedos de ella los que lo acariciaban, pero era él quien sostenía su mano. Era ella quien parecía iniciar el gesto que prlongaba el goce, la caricia, pero en verdad era Fernando quien lo hacía. Lucía estaba viviendo a su través, a través de él, y recíprocamente Fernando, nuestro Héroe, sentía placer porque ella lo sentía, y de este modo vivía a través de ella. Ninguno de los dos pudo saber cuándo fue que empezaron a besarse. Mas lo que sí supieron (y lo supieron ambos, al unísono) fue que esa sensación que los rodeaba mientras sus labios estuvieron juntos, era la sensación más increíble y el prodigio más grande de la tierra.
En medio de su nube de silencio, en su hurtada porción de Paraíso, Fernando tuvo tiempo de pensar: "Jorge no sabe nada. No es valiente. Es un pobre cretino hijo de puta."
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2 comentarios:
¿Por qué usás esa ropa?
Porque la sociedad la usa.
¿Por qué la sociedad la usa?
Porque mis padres la usaban, porque mis abuelos la usaban.
¿Por qué tus padres la usaban? ¿Por qué tus abuelos la usaban?
Porque se empezó a usar hace mucho tiempo.
¿Por que se empezó a usar hace mucho tiempo?
¿Será que estamos todos metidos en un mismo paradigma?
¿Por qué estamos todos metidos en un mismo paradigma?
¿Será porque usamos la misma ropa?
Mirá el choclazo que habías escrito, y el único comentario fue el de un budista...
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